Alvaro Arzú puede decir cualquier cosa, menos que desconoce lo que le espera en los próximos cuatro años. EI más elemental repaso de la historia de su país le habrá mostrado que para un presidente civil en Guatemala es mucho más difícil llegar a subir los escalones del Palacio Nacional -aunque sea luego de tres candidaturas- que llegar a bajarlos al final de su período constitucional. Bajarlos, esto es, con la banda presidencial todavia puesta y la vocación democrática y civil intacta. Se lo ha mostrado la experiencia de Juan José Arévalo (1946-51), quien finalizó su mandato pero antes debió sortear más conspiraciones que las que jamás intentara el Coronel Aureliano Buendía: 32 ó 33 en total, según se cuenta. Y la de Jacobo Arbenz (1951-54), derrocado en su intento por modenizar Guatemala. También las de Julio César Méndez Montenegro (1966-70) y Vinicio Cerezo (1986-90), sobrevivientes de sus periodos por obra y gracia del voto de obediencia que hicieron a sus generales, verdaderos gobernantes del país. Finalmente, la de Jorge Serrano Elías (1990-93), electo como Arzú, pero incapaz de resistir la tentación autoritaria.
Es esta una lista de advertencias suficientemente larga sobre las acechanzas que Arzú deberá sortear si quiere llegar al final de su administración habiendo llevado a cabo aunque sea una parte pequeña de los cambios que prometió. La obviedad de esos peligros confiere un significativo valor a sus declaraciones en los úitimos días, que hablan de firmar la paz con la guerrilla en los primeros 10 meses de su administración, reducir el ejército y confinarlo a la función de defender la soberanía, crear una economía moderna con atención a las necesidades populares y enfrentar decididamente la discriminación étnica.
Decir eso no es poca cosa en cualquier país; pero en Guatemala es, sin duda, una receta para vivir peligrosamente. Arzú parece haber entendido que ha sido electo como presidente de una democracia que aún est por construir, y que, tras 35 años de guerra civil sin ganadores y muchos más de dictadura casi contínua, constituye la única esperanza para resolver los inmensos problemas que enfrenta Guatemala. Por ello, no es sorpresa que los temas que propone como núcleo del debate sean aquellos que constituyen la esencia misma de la democracia, su propia posibilidad de ser: delimitación del ámbito del poder militar y subordinación al poder civil; inclusión socioeconómica para las grandes mayorías; y erradicación de toda forma de discriminación contraria a la dignidad humana.
Los obstáculos para construir esa democracia no podrían ser mayores. En primer lugar, unas estructuras de dominación de la población indígena -la mayoría del país- que datan de 400 años y que ni el más incurable optimista esperaría ver desaparecer en cuatro años. Esas estructuras discriminatorias se manifiestan en cifras de desigualdad en la distribución de la riqueza que ofenden la razón: en Guatemala el 10% más rico de la población recibe el 44% del ingreso, mientras el 40% más pobre sobrevive con el 7.9% del ingreso. De la misma manera, el 2.2% de los terratenientes posee el 65% de la tierra cultivable del país. Esa estructura perversa se manifiesta, también, en la total segregación política de la población indígena, en su exclusión de todos los servicios esenciales, en las masacres sin cuenta perpetradas en las aldeas indígenas en nombre de la modernización y de la lucha contra el comunismo y en la ladinización de culturas que porfiadamente resisten aferrándose a su sabiduría milenaria.
En Guatemala ahora, como antes lo fue en Sudáfrica, el problema del fin de la discriminación étnica es el problema mismo de la democracia. Porque el 63% de abstencionismo que arrojó la elección de Arzú, cifra con la cual ninguna democracia es posible, no es fortuito. Esas dos terceras partes que no votaron son las mismas que no tienen acceso a la salud, que no tienen oportunidad alguna de educarse, no disponen de agua potable ni electricidad, están bajo la línea de pobreza, y que en una proporción aplastante están compuestas por la población indígena del país. La simetría entre la falta de legitimidad de las instituciones democráticas en Guatemala, la ostensible desigualdad de las estructuras socioeconómicas y el mapa étnico del país es prácticamente perfecta.
Aun si no decide tocar las complejas raíces culturales de la discriminación, sino únicamente sus manifestaciones económicas y sociales más visibles, Arzú va a requerir para esta tarea una valentía a toda prueba. El último que tuvo el valor en Guatemala de intentar redistribuir la tierra y el ingreso para hacer posible la emergencia de una economía capitalista moderna se llamaba Jacobo Arbenz y su intento murió joven, sacrificado en el altar del "sacrosanto" derecho de propiedad de los terratenientes. Igual han muerto desde entonces todos los intentos, mucho más tímidos, para crear un sistema tributario progresivo o un Estado que, simplemente, cumpla con el deber esencial de proveer servicios básicos a su población. El Estado guatemalteco invierte hoy el 3.5% del P.I.B. en educación y salud, la cifra más baja entre las bajas cifras de América Latina y, muy posiblemente, la más reducida del mundo. El problema es complejo, porque para aumentar la inversión social en Guatemala como se necesita, no sólo hay que enfrentar intereses sociales y políticos poderosos, sino también arraigados catecismos ideológicos que prescriben la reducción del Estado a su mínima expresión. Guatemala es una piedra en el zapato del modelo neoliberal: si creemos que dicen los gurús neoliberales, Guatemala, cuyo Estado es proporcionalmente el más pequeño que existe en el continente, debería ser la economía más exitosa del mundo.
En segundo lugar, si Arzú aspira a crear un sistema democrático en su país, con pleno respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho, tendrá que desafiar las prerrogativas del aparato militar que virtualmente ha monopolizado la vida política del país durante los últimos 40 años. Estas prerrogativas incluyen la total autonomía frente al poder civil, el carácter evidentemente deliberante de la institución, un personal excesivo -más de 43.000 hombres- en relación con las amenazas externas e internas que enfrenta el país y una inveterada impunidad para violar los derechos humanos, que ha convertido al país en una carnicería. Todo ello además de una natural tendencia por parte de las Fuerzas Armadas a colonizar funciones típicamente civiles en todo régimen democrático. Esa inclinación expansiva, exacerbada durante el reino de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que confirió a los ejércitos todas las responsabilidades de seguridad interna y aun el dominio del gobierno como parte del combate al comunismo, persiste a pesar del final de la Guerra Fría. Se manifiesta, hoy, en la intención de militarizar la lucha contra el narcotráfico, la delincuencia común y la degradación ambiental, cotos que las Fuerzas Armadas, dando una muestra evidente de su carácter deliberante y no obediente, crecientemente reivindican como propios.
La militarización de la política guatemalteca ha sido posible por el apoyo irrestricto de las clases poderosas al ejército, al que consideran su brazo armado para mantener el statu quo, y por la congénita debilidad de las instituciones civiles del país. Desmilitarizar la sociedad guatemalteca no es simplemente un problema de reducir el presupuesto o el personal del ejército, o aún sus prerrogativas políticas, sino de emprender la tarea, infinitamente más complicada, de convencer a las clases poderosas del país de que sus intereses económicos se ven enormemente perjudicados por su insistencia de vivir en un permanente estado de sitio. Los tiempos de histeria internacional ante el enemigo comunista, que permitían justificar la presencia de los más atávicos regímenes políticos en la región, se han desvanecido y ningún grupo que no tenga una incurable vocación numantina querrá exponerse a un embargo internacional del tipo que puso a Cedrás en Haití rumbo al exilio o a Milosevic en Serbia rumbo a la mesa de negociación. Ese perjuicio a sus intereses será cada vez mayor cuanto más alcen vuelo los mercados globales, que castigarán inexorablemente a los países que insistan en asignar sus escasos recursos para mantener costosos y anacrónicos aparatos militares, mientras los escatiman para educar y mejorar la salud de sus ciudadanos. Esos mercados se encargarán de castigar a quienes porfíen en entrar al siglo XXI con métodos de producción del siglo XVI, a quienes se rehusen a educar a su población para seguir sacando el café de las fincas a lomo de indígena.
Al mismo tiempo, Arzú tendrá que hacer lo imposible por promover el desarrollo de las instituciones civiles, protegiendo en los hechos la libertad de asociación cuyo ejercicio en Guatemala ha sido frecuentemente un pasaporte al destierro o el cementerio. Deberá promover la emergencia de organizaciones indígenas y la creación de vías para que el sistema político canalice adecuadamente sus más urgentes demandas. Si Arzú aspira a hacer de su país una democracia más o menos funcional no tiene más camino que buscar que la población guatemalteca, muy especialmente la mayoría indígena, sea fiel a las instituciones democráticas y esté dispuesta a responder por ellas. Pero para esto la democracia deberá antes ser leal con quienes hasta ahora sólo tienen malos recuerdos de ella. El camino para enfrentar estas tareas será tanto más empinado para Arzú cuanto menor sea la atención que preste la comunidad internacional a lo que sucede en Guatemala. Derribar un sistema de apartheid en Guatemala, menos racionalizado que el original pero no por eso menos real, va a demandar la misma solidaridad internacional que en Sudáfrica. Si la humanidad entera se hubieran hecho de la vista gorda ante lo que sucedía en Sudáfrica, como desafortunadamente lo han hecho por décadas con Guatemala, Nelson Mandela posiblemente sería hoy un mártir y no el Presidente de la República, y la bandera afrikaaner seguiría impasible cortando el viento de la historia. Como siempre ha sido el caso, fueron incontables actos de valentía, dentro y fuera del país, los que permitieron que prevaleciera la dignidad humana en Sudáfrica. Otro tanto tomará en Guatemala, por más que la oportunidad actual para el cambio sea propicia debido a las actuales negociaciones de paz que tocará presidir a Arzú. Y no sólo debido a ello, sino también a la presencia de interlocutores válidos y sensatos entre la mayoría discriminada, como lo fue Mandela en su momento. Rigoberta Menchú, por ejemplo, tiene la legitimidad y el carisma para convertirse, junto con un gobierno reformista, en un interlocutor esencial para propiciar el cambio que Guatemala perentoriamente necesita.
Esas son condiciones favorables para la construcción de una democracia genuina en Guatemala. Y no son las únicas. El clima internacional, que evidentemente favorece la emergencia y preservación de los regímenes democráticos, y las enormes dificultades que enfrentan las Fuerzas Armadas para justificar su presencia dominante ahora que ya no pueden invocar la amenaza del comunismo, son otras ventajas a las que podrá y deberá echar mano el nuevo gobierno. Eso, claro está, si quiere asumir a cabalidad la faena que se le presenta. No la de construir una democracia sólida, lo que sería mucho pedir en 4 años, sino la mucho más realista de hacer que Guatemala deje de ser una democracia de transición, como lo quieren los militares y los terratenientes, y empiece a ser una democracia en transición. Con toda probabilidad Alvaro Arzú desearía poder cambiar el destino de su país. Ahora habrá que ver si tiene el valor, como lo pedía el poeta guatemalteco Otto René Castillo, de beber los cálices amargos para salir al encuentro de su patria.
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