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Amenazas a la seguridad en Centroamérica: ¿Se justifican las respuestas militares? Arnoldo Brenes* Introducción En las décadas pasadas, el temor a la amenaza del expansionismo comunista llevó a los Estados Unidos a imponer la Doctrina de Seguridad Nacional en Centroamérica, concentrando las políticas de seguridad y el entrenamiento de las fuerzas armadas de la región fundamentalmente en la capacidad de respuesta militar de los gobiernos a amenazas de insurgencia desde el interior del país, y no hacia la defensa contra amenazas a la integridad territorial o soberanía provenientes de otros países. Esto produjo, entre otras cosas, un alto grado de militarización en Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua. Aún Costa Rica, que no tiene ejército desde 1948, recibió una fuerte presión para militarizar su policía civil hasta la primera mitad del decenio de los años 80. En Nicaragua, luego de 1979, operó el fenómeno inverso, pues la doctrina de seguridad más bien se dirigía a defender el modelo de inspiración comunista frente a la amenaza de la invasión del "imperialismo capitalista". El resultado, sin embargo, fue el mismo: bultosos y costosos aparatos militares, ausencia o debilidad de la democracia y malas condiciones de vida para grandes sectores de las poblaciones. En este contexto de la guerra fría y la influencia de las superpotencias, se modelaron las relaciones civiles-militares de la región, y los esquemas imperantes de seguridad. Sin embargo, este esquema de seguridad se ha visto rápidamente transformado a partir del decenio de los años 90. Es por ello apropiado reflexionar sobre los retos actuales de la seguridad en Centroamérica, y la mejor forma de enfrentarlos, en el contexto de un mundo de cambios vertiginosos, cada vez más competitivo y tendiente hacia la integración, tanto por regiones como sub-regiones. En este breve análisis, que lejos de ser un estudio exhaustivo es más bien una invitación al debate, se argumentará que las amenazas que Centroamérica enfrenta (o potencialmente puede enfrentar) para su seguridad en general, y en particular para la soberanía y la integridad territorial, no son de respuesta militar y que, por el contrario, deben ser enfrentadas por instituciones civiles apropiadas, que requieren de una cooperación creciente entre estados. Un nuevo concepto de seguridad Una de las consecuencias del fin de la guerra fría es que el concepto de seguridad ha sido transformado. El tradicional enfoque estato-centrista, donde el concepto de seguridad se refiere a la protección de la soberanía y el territorio de un estado ante amenazas externas o internas, se ha visto superado por nuevas concepciones de seguridad que, por el contrario, colocan al ser humano como sujeto principal. Por ejemplo, el PNUD ha acuñado desde 1993 el concepto de seguridad humana. En el Informe de Desarrollo Humano de 1994 este concepto se desarrolla más y se dice que la seguridad humana tiene dos componentes principales: a) seguridad ante amenazas crónicas como el hambre, la enfermedad y la represión, y b) protección contra alteraciones súbitas o violentas en el modo de vida. Se dice también que la seguridad humana comprende siete niveles o categorías: seguridad económica, política, alimentaria, en salud, ambiental, personal y de la comunidad. Se insiste que el concepto de seguridad debe cambiar urgentemente de dos formas: de un enfoque exclusivo en la seguridad territorial a uno mayor sobre la seguridad de las personas, y de la seguridad a través del armamentismo hacia la seguridad mediante el desarrollo humano. Sobre todo, el PNUD hace un llamado a utilizar las reducciones en gastos de defensa para financiar el desarrollo humano. Si gran parte de las amenazas a la seguridad humana se originan en la pobreza y la falta de oportunidades, este llamado parece la mejor política posible de defensa. Por otro lado, la Comisión de Gobernabilidad Global ha propuesto el concepto de seguridad global, que hace énfasis en la seguridad de las personas y del planeta, en especial ante la amenaza ecológica. La Comisión es clara en que la seguridad de las personas no reemplaza la seguridad de los estados, sino que deben ser vistas como igualmente importantes. Tampoco excluye las amenazas militares de la agenda de seguridad, pero aboga por una definición más amplia de las amenazas a la seguridad, sobre todo de cara a los retos humanitarios. En última instancia, los estados no pueden estar seguros si sus ciudadanos no lo están. De igual forma, ni las personas ni los estados estarán seguros si el ambiente natural se deteriora. Los presidentes de América Central, en el Tratado Marco de Seguridad Democrática, recogieron e hicieron propio un concepto igualmente comprensivo: el de seguridad democrática, basado "en la democracia y el fortalecimiento de sus instituciones y el Estado de Derecho; en la existencia de gobiernos electos por sufragio universal, libre y secreto y en el irrestricto respeto de todos los derechos humanos". La seguridad democrática está sustentada en "el fortalecimiento del poder civil, el pluralismo político, la libertad económica, la superación de la pobreza y la pobreza extrema, la promoción del desarrollo sostenible, la protección del consumidor, del medio ambiente y del patrimonio cultural; la erradicación de la violencia, la corrupción, la impunidad, el terrorismo, la narcoactividad y el tráfico de armas; el establecimiento de un balance razonable de fuerzas que tome en cuenta la situación interna de cada estado y las necesidades de cooperación entre todos los países centroamericanos para garantizar su seguridad". Independientemente de cuál de estas nuevas concepciones de la seguridad se favorezca, es claro que por lo menos la asociación de la seguridad exclusivamente con la integridad de la soberanía o territorio de un estado (o bien el mantenimiento del status quo) está superada. Tal vez la conclusión es que estos conceptos no son excluyentes, sino complementarios, de manera que, por ejemplo, la meta de la seguridad humana no le quita validez a las preocupaciones legítimas por la seguridad de los estados, sus territorios o su soberanía. La tarea, por lo tanto, es determinar si las amenazas a la seguridad que un país o una región enfrentan ameritan una respuesta militar o no. Esto desde luego nos obliga a desarrollar algún orden para analizar estas amenazas a la seguridad. Adam Isacson, por ejemplo, en su libro Estados Alterados divide las amenazas entre aquellas que requieren una respuesta militar (ataques a la soberanía o al territorio, incluyendo el conflicto armado interno) y las que requieren una respuesta civil (pobreza y desigualdad, delincuencia, crimen organizado transnacionalmente y narcotráfico, tensiones étnicas, deterioro ambiental, gobernabilidad, e incluso el militarismo). Isacson sostiene que los ejércitos no deben involucrarse en las amenazas civiles, tesis que comparto plenamente. Sin embargo, un problema de esta clasificación, como el mismo Isacson lo reconoce, es que en la medida en que los ejércitos asumen nuevos papeles ante la ausencia de guerras o de amenazas de naturaleza militar, comienzan ahora a involucrarse en tareas que no son estrictamente militares, como por ejemplo la lucha contra el narcotráfico o la protección del medio ambiente. Por esto, la frontera entre amenazas "militares" y "civiles" se puede volver confusa, claro está, en el tanto una sociedad determinada esté dispuesta a aceptar estos nuevos papeles de las fuerzas armadas, sin cuestionarse su conveniencia. Sobre este punto se volverá más adelante. Otra forma de clasificar las amenazas a la seguridad es en aquellas que provienen del exterior del país y aquellas que vienen de adentro o que son de carácter autóctono, es decir, amenazas externas e internas. Esta clasificación se derivaría de la definición tradicional de la función del ejército: proteger el territorio y la soberanía de un país ante amenazas tanto externas como internas. Bajo este criterio, las amenazas al territorio y a la soberanía se ubicarían principalmente en la categoría de amenazas externas, mientras que una insurrección armada se consideraría una amenaza interna. Ambas son amenazas que podrían ameritar una respuesta de naturaleza militar. En general, una amenaza externa se dirigiría contra la integridad del territorio y la soberanía de un estado, mientras que una amenaza interna se puede dirigir contra la supervivencia del estado de derecho mismo o de sus instituciones. Esta categoría de amenazas internas se complica un poco si se consideran otras amenazas hipotéticas que no son los tradicionales golpes de estado o insurrecciones armadas. Por ejemplo, una amenaza al estado de derecho puede también venir de actos de terrorismo, o incluso del deterioro del sistema judicial, por ejemplo, como producto de la corrupción de los funcionarios judiciales. Estas últimas amenazas a la seguridad no requerirían una respuesta militar. Dentro de esta otra clasificación, las amenazas a la seguridad humana se podrían ubicar en la categoría de amenazas internas, pues estarían en general originadas en factores estructurales como la pobreza, el deterioro del medio ambiente, la inseguridad ciudadana, la debilidad de las instituciones democráticas, la corruptibilidad de funcionarios públicos y así sucesivamente. Dentro de este tipo de amenazas, es de particular relevancia el problema de la inseguridad ciudadana, que consistentemente es señalado por los centroamericanos como la principal amenaza a su seguridad que enfrentan. Ninguna de estas amenazas se deben enfrentar militarmente. Sin embargo, esta clasificación también puede ser problemática, en el tanto que muchas de las amenazas que en primera instancia parecerían autóctonas pueden estar estimuladas por factores externos. Por ejemplo, el nivel de delincuencia puede aumentar en el tanto que aumentan las migraciones ilegales, a la vez que la transnacionalización del crimen hace que delitos como narcotráfico, lavado de dinero, trasiego de armas o automóviles robados, ya no sean problemas estrictamente originados en un país, sino estimulados por una serie de actores de otros países. Estos conceptos introductorios nos sugieren que la problemática de la seguridad está sufriendo cambios importantes en su conceptualización. En efecto, constantemente aparecen nuevas amenazas a la seguridad de las sociedades conforme el mundo depende más en la tecnología. Por ejemplo aparecen nuevos delitos que se cometen a través de internet que pueden amenazar la seguridad de un estado (por ejemplo intromisión en bases de datos estatales o incitación al terrorismo), a la vez que el potencial desastre informático que se produciría con el cambio del siglo (Y2.000) amenaza con producir una parálisis en los servicios públicos y privados de muchos países si no se toman las previsiones necesarias a tiempo, lo cual sería una amenaza a la seguridad de las personas en el tanto que significa una alteración violenta del patrón de vida. Estas reflexiones indican que no es tan sencillo establecer un criterio para ordenar las amenazas a la seguridad. En este caso, se utilizará una combinación de los dos criterios explicados anteriormente, de manera que se considerarán las amenazas tanto en su nivel externo (provenientes del exterior de un país) e interno (provenientes del interior del país), en cada caso tratando de determinar si una respuesta militar es adecuada o no. Para esto, se pueden contemplar una serie de escenarios posibles de amenazas a la seguridad, en particular al territorio o la soberanía de los estados. De estos posibles escenarios, algunos son reales y otros son poco probables, aunque en la medida que no son imposibles se deben tomar en cuenta. Amenazas externas a la seguridad Un primer escenario que se debe contemplar es la posibilidad de que Centroamérica como región sea atacada por un agente externo. Aquí se estaría violando el territorio y la soberanía de todos los países de la región. Sin embargo, con el fin de la guerra fría esta posibilidad se ha vuelto realmente remota. Si bien todavía existe el potencial para enfrentamientos armados a escala mundial basados no tanto en dogmas políticos sino más bien en dogmas ideológicos o religiosos (por ejemplo el fundamentalismo islámico), o bien la intervención armada de la comunidad internacional en conflictos internos por razones humanitarias (como en Yugoslavia, Liberia o Sierra Leona), realmente es poco probable que otra región del mundo o bien otro país piense, a estas alturas del siglo XX, en invadir a Centroamérica. Si bien en nuestros países todavía persiste el trauma, al igual que en otras partes del mundo, de las intervenciones militares de los EE.UU., esto se hace cada vez menos posible y justificable. En todo caso, si EE.UU. decidiera invadir algún país centroamericano, ni todos los ejércitos combinados de la región podrían hacer algo al respecto, así que una respuesta militar a esto no tendría sentido. En el caso de actos de terrorismo internacional, tal vez dirigidos a embajadas de los EE.UU. en territorio centroamericano, o bien contra las instituciones de los estados centroamericanos mismos, estos no serían en sentido estricto amenazas contra el territorio y la soberanía, sino atentados contra la seguridad personal de los individuos y la integridad del orden social y el estado de derecho. No se enfrentarían, por lo tanto, por medio de una reacción militar, sino mediante cuerpos especializados de policía o de inteligencia. Un segundo escenario a contemplar es la posibilidad de un enfrentamiento armado entre países centroamericanos. Esta posibilidad también es bastante remota, sobre todo a la luz del proceso de consolidación de las democracias centroamericanas y de la creciente integración regional. El único potencial de conflicto entre estados que tal vez persiste son las diferencias originadas en las fronteras marítimas y terrestres. Al fin y al cabo, ya El Salvador y Honduras se fueron a la guerra en 1969 por diferencias limítrofes, y en los años recientes la demarcación de fronteras ha sido fuente de tensiones entre estados. Teóricamente, en el tanto que un país viole las fronteras de otro país, se está amenazando el territorio y la soberanía de éste último, por lo que este tipo de escenarios merece especial atención. Al respecto, caben las siguientes observaciones: 1.- A pesar de que exista el potencial de conflicto, que igual existe en cualquier relación humana, esto no quiere decir que se debe convertir en enfrentamiento armado. El que este tipo de diferencias se conviertan en enfrentamientos armados es más bien síntoma de otros problemas, como puede ser el alto grado de militarización de una sociedad (entendida como el poder de los militares en relación a los civiles o la preferencia de las armas al diálogo), la necesidad de los gobiernos de desviar la atención de sus propios problemas hacia un enemigo externo, o las pasiones de un nacionalismo popular mal dirigido. En el tanto que existen mecanismos diplomáticos y legales para resolver este tipo de diferencias, la opción militar no es válida ni aceptable. De hecho, la mayor parte de las principales diferencias territoriales entre estados centroamericanos ya han sido resueltas por decisiones de la Corte Internacional de Justicia o por arbitrajes, lo cual demuestra que el conflicto armado originado en diferencias limítrofes es la excepción y no la regla. 2.- En relación a lo anterior, se puede pensar que a mayor grado de militarización de un país, mayor es la posibilidad de que surja un enfrentamiento armado a raíz de un problema limítrofe. Un ejemplo de esto se dio en los primeros meses de 1997 cuando Honduras y El Salvador movilizaron sus fuerzas armadas hacia la frontera en la región de Nahuaterique, a raíz de la detención de camiones salvadoreños que transportaban madera extraída en territorio hondureño. Este tipo de incidentes se deben resolver por la vía diplomática y pacífica (como en efecto se resolvió posteriormente mediante una comisión bipartita), ya que la capacidad de acción militar mal manejada puede ser un factor de amenaza a la seguridad externa de los países. Más que en el poderío militar, la verdadera seguridad externa se basa en la voluntad de resolver las diferencias por las vías legales o diplomáticas. Un tercer escenario a contemplar, sobre todo dentro del campo de las amenazas externas a la integridad territorial y soberanía, es el de las migraciones masivas de ilegales o el cruce de las fronteras por grupos armados. En el primer caso, tal vez Costa Rica es el país que más se ha visto afectado en la región, pues actualmente hay un número de inmigrantes nicaragüenses que, aunque no hay cifras oficiales, se calcula que oscila entre las 500.000 y las 800.000 personas, dependiendo de la fuente, de las cuales solamente unas 75.000 tienen condición migratoria legal. Para un país de 3.5 millones de habitantes esto es un porcentaje alto de su población. Sin embargo, la integridad del estado de derecho costarricense no se ha visto afectada y, desde luego, la opción militar no es un recurso válido para enfrentar esto. En el segundo caso, tal vez Panamá y Guatemala sean los únicos países en Centroamérica que enfrenten el peligro del cruce de grupos armados en su territorio, provenientes respectivamente de los conflictos de Colombia y Chiapas, México. Cuando este tipo de situaciones se dan, sin embargo, generalmente es porque los grupos insurgentes cruzan las fronteras huyendo de sus perseguidores o bien con el fin de descansar y no con el fin de atacar a los pobladores locales o a las autoridades. A principios de 1998, no obstante, se dio un incidente aislado en el que grupos armados provenientes de Colombia atacaron a los policías de Boca del Cuche, un poblado limítrofe panameño, pero en realidad fue un hecho aislado y que generó dudas entre los panameños mismos sobre los motivos. En todo caso, hasta la fecha Panamá ha podido enfrentar esta situación solo con la presencia de unos pocos policías. En el caso de Guatemala, existe preocupación en algunos sectores de que la guerra de Chiapas se pueda extender a territorio guatemalteco, incitando a las poblaciones mayas a levantarse contra el gobierno guatemalteco. Esto sería una hipótesis más bien de una amenaza interna a la seguridad, y no tanto contra el territorio o la soberanía guatemalteca, que de llegar a darse sería resultado del descontento de los insurgentes potenciales. Aquí no se trataría de un país atacando a otro, sino una situación similar a la de las guerrillas que surgieron en la región en décadas pasadas. A pesar de la diferencia que el factor étnico presenta en este caso, el elemento común sería el descontento por malas condiciones de vida y abandono. De manera que la verdadera garantía de la seguridad en estos casos es, más que la represión militar, procurar que todos los habitantes de las poblaciones lleguen a gozar de un nivel de vida aceptable. Y esto nos trae al tema de las amenazas internas a la seguridad. Amenazas internas a la seguridad Por su parte, las amenazas a la seguridad interna de los países de la región (en este caso entendida como la supervivencia del estado y las instituciones democráticas que aseguran el orden y la justicia en una sociedad), que en principio podrían ameritar una respuesta armada o de naturaleza militar, han desaparecido con el fin de las guerras civiles en la región. A pesar de leves excepciones, como son los anteriores levantamientos de pequeños grupos de insurrectos en Nicaragua, los escasos potenciales conflictos armados dentro de los estados centroamericanos no serían de orden ideológico, sino más bien motivados por la pobreza o la criminalidad común. En efecto, aún persisten en la región algunas causas de conflicto potencial, originado en factores estructurales tradicionales como la pobreza, la falta de oportunidades y el abandono de sectores de la sociedad, que precisamente en el pasado, junto a la falta de derechos civiles y políticos, fueron los detonantes principales de las guerras en la región. Estos factores de conflicto potencial interno, como se dijo anteriormente, tampoco se enfrentan por la vía militar. Los retos a la seguridad de los centroamericanos yacen en la pobreza, en la ignorancia, en la delincuencia, en la falta de oportunidades y en la fragilidad de las nacientes democracias. Las soluciones por lo tanto se deben dirigir hacia la creación de las condiciones y oportunidades que le permitan a los centroamericanos lograr un desarrollo humano sostenible de cara a un mundo cada vez más integrado y competitivo. Junto a estos factores tradicionales de conflicto interno, han aparecido nuevas amenazas a la seguridad interna de nuestros países, como son el crimen organizado transnacionalmente (incluyendo el narcotráfico, el lavado de dinero, el trasiego de autos robados, armas y personas) y el consiguiente riesgo de corrupción de funcionarios públicos y del sistema político y jurídico, que en general significa el resquebrajamiento de las instituciones democráticas; la delincuencia y las pandillas o maras, que cuentan con el apoyo de otras pandillas en el exterior, sobre todo en EE.UU.; y la fácil disponibilidad de armas livianas sobrantes de las guerras. Además está la degradación ambiental, que no sólo amenaza el potencial de desarrollo de un país y el bienestar de sus habitantes, sino que aumenta el potencial de tensiones limítrofes entre estados, que se ven obligados a competir por los cada vez más escasos recursos naturales. El conflicto fronterizo entre Honduras y El Salvador de principios de 1997, mencionado anteriormente, es un buen ejemplo de esto. Estos problemas son, en principio, amenazas a la seguridad interna de los países en forma individual, pero al darse el nuevo fenómeno de la internacionalización del crimen, también se pueden considerar amenazas a la seguridad de la región como tal, pues la corrupción de las estructuras políticas y judiciales de un país afecta al resto de los países. En un mundo cada vez más interdependiente, los problemas de un país eventualmente afectan a los demás. En particular, en el tanto que nuestra región es un puente natural para el transporte hacia Estados Unidos de las drogas producidas en Sudamérica, Centroamérica como región enfrenta un problema grave a su seguridad. En efecto, se estima que por Centroamérica se trasiegan por tierra al menos unas 300 toneladas de cocaína al año hacia Estados Unidos. Por otro lado, a pesar de que son amenazas que surgen del interior de cada país (delincuentes, funcionarios corruptos, redes de tráfico de influencias), y por lo tanto se podrían considerar básicamente de orden interno, al estar influenciadas o estimuladas por actores externos (carteles del narcotráfico, bandas de robacarros, organizaciones para el lavado de dinero, etc.) en cierta forma son también amenazas externas a la seguridad de los países. Este tipo de nuevas amenazas, tampoco requieren una reacción militar, puesto que existen instituciones civiles responsables de enfrentarlas adecuadamente. Por un lado, está el problema del tráfico de armas. Aunque no hay cifras precisas, se estima que en Centro América existen aproximadamente 2 millones de armas livianas. La fácil disponibilidad de armas livianas contribuye al conflicto interno, impide el desarrollo y amenaza la seguridad personal. Por ejemplo, la guerra civil de 12 años de El Salvador resultó en 75.000 muertes, pero aún luego de la firma de los acuerdos de paz, 8.000 personas mueren anualmente en ese país (una proporción más alta que aquélla de los años de guerra), muchos de ellos con armas militares ligeras que todavía circulan después de la guerra. El narcotráfico, en especial, tal vez podría considerarse como la principal amenaza a la seguridad democrática pues, además del aumento en el consumo de drogas por parte de los centroamericanos (con sus secuelas como aumento en los delitos), el riesgo más grave es la corrupción de los funcionarios públicos y de la sociedad en general, lo que eventualmente impide el funcionamiento correcto de las instituciones estatales en todos sus niveles, desde los supremos poderes de los estados como el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, hasta los más humildes servidores públicos. Al suceder esto, el estado de derecho pierde validez y credibilidad, lo cual en cierta forma se puede considerar una amenaza a la supervivencia misma del estado. Sin embargo, estas amenazas a la seguridad tampoco se deben enfrentar militarmente. Por el contrario, un riesgo para el fortalecimiento de las democracias centroamericanas es que este tipo de problemas sean abordados como amenazas que requieren una respuesta militar. Particularmente, las políticas impuestas por EE.UU. han querido combatir el narcotráfico con el apoyo de los ejércitos centroamericanos. Esto resulta paradójico en el tanto que en EE.UU. por lo general no se le permite al ejército que lo haga (y para esto existe una agencia civil especializada como la DEA), pues estaría asumiendo labores de seguridad dentro del país. Sin embargo, para los otros países, no pareciera haber inconveniente en que los ejércitos se encarguen ahora de luchar contra el narcotráfico. Esto desde luego sirve a los intereses geopolíticos estadounidenses, en el tanto que le permite mantener un contacto militar con la región, ayudando de paso a los militares centroamericanos a encontrar un nuevo papel que justifique su existencia. El caso del Centro Multilateral Antidrogas (CMA) en Panamá es un buen ejemplo de cómo la lucha contra el narcotráfico se ha convertido en una excusa para que EE.UU. mantenga su presencia y control en la región. Un problema de fondo en la lucha contra las drogas es que se plantea en términos de una guerra y no como lo que realmente es: un problema de salud pública. Por ejemplo, en los últimos 10 años Estados Unidos ha gastado $20.000 millones en programas internacionales contra la droga, pero el 75% se ha destinado a labores represivas como detección, y el restante 25% para la reversión de plantas de coca, programas de desarrollo alternativo y de preparación de policías. En este sentido, no es del todo cierta la afirmación inicial de que la doctrina de seguridad nacional ha sido desplazada, pues ahora la lucha contra los narcotraficantes viene a ser lo que la lucha contra los comunistas era en el pasado. En el fondo, lo importante pareciera ser tener un enemigo común y una causa válida que justifique este tipo de medidas. En general, no debería ser una buena política aceptar nuevas funciones para las fuerzas armadas, como pareciera ser la tendencia actual en Centroamérica, en el tanto que ahora se les asigna otras misiones, como proteger el medio ambiente, construir obras de infraestructura, combatir el narcotráfico, etc. Esto por dos razones principales. 1.- La primera es que, en buena teoría, la función de las fuerzas armadas es proteger el territorio, la soberanía y el estado ante amenazas externas o internas. Si ahora los ejércitos realizan otros papeles es porque no existen las instituciones civiles que lo deben hacer o, si existen, estas son débiles. El hecho de que las fuerzas armadas realicen otras funciones inhibe el surgimiento o creación de las instituciones civiles democráticas que deberían llevarlas a cabo. Por ejemplo, en las elecciones de Nicaragua de 1990 y de 1996, el ejército colaboró transportando las papeletas, una función típica de los tribunales electorales. Esto de hecho salvó las elecciones, por lo que sin duda prestaron un servicio valioso, pero el problema de que esta práctica se institucionalice sería que el Consejo Supremo Electoral de ese país nunca tendría la oportunidad de llegar a funcionar como debe. En el caso particular de las labores de seguridad pública, es claro que la preparación de un soldado es diferente a la preparación de un policía, por lo que no es de extrañar que la historia de las fuerzas armadas realizando funciones de policía no ha sido feliz en nuestra región. Un principio básico de relaciones civiles-militares sanas es que los ejércitos se ocupen de la defensa del territorio y la soberanía, es decir, lidiar con "el enemigo" de ser necesario, mientras que la policía sería la encargada de mantener la seguridad ciudadana, tratando sobre todo con su propia gente. El confundir estas funciones se asemejaría peligrosamente a las funciones de un ejército como opresor de la gente que fue la tradición en Centroamérica en décadas pasadasy no como su defensor. Afortunadamente, la tendencia en la región ha sido la de eliminar las funciones policiales de los ejércitos, como se dio en El Salvador en 1992 a raíz de los acuerdos de paz, y más recientemente en Honduras y Guatemala. Sin embargo, la lucha contra el narcotráfico puede convertirse en una nueva justificación para que las fuerzas armadas realicen ahora labores de seguridad interna, lo cual sería un retroceso en este delicado camino hacia la separación de funciones, con el agravante adicional de que se estaría sometiendo a la institución que legalmente tiene el monopolio de las armas a las tentaciones propias de esta tarea. 2.- La segunda razón es meramente económica, y este es un argumento de Thomas Sheetz. Al respecto, vale la pena citarlo textualmente: " ante la necesidad de justificar los altos costos de mantener las fuerzas armadas, muchos políticos han decidido asignar roles no idóneos al personal militar, como por ejemplo la lucha contra el narcotráfico, la enseñanza rural, la defensa civil o la protección ecológica. Esta es sin embargo una utilización ineficiente del poder militar y de los escasos recursos públicos. Es casi una ley en la economía que si se quiere eficiencia en la producción de un bien o servicio, debe buscarse un especialista. Tal solución resulta, casi invariablemente, más barata. Para proveer los servicios recién mencionados es mucho más eficiente la contratación de un policía, de un maestro o de la Cruz Roja, antes que la utilización del personal militar Podría argumentarse que si el personal militar no es eficiente en la provisión de aquellos otros servicios (educación, salud, policía, etc.) entonces debería recibir un nuevo adiestramiento para proveerlos eficientemente. La lógica económica de esta solución es muy dudosa: si al personal militar le sobra tiempo para reentrenarse en nuevas tareas, entonces lo que en realidad sobran son soldados " En efecto, si se ha concluido que las principales amenazas a la seguridad provienen de la inseguridad ciudadana, de la pobreza y falta de oportunidades, del narcotráfico y de la corrupción, tiene sentido pensar en liberar la mayor cantidad de recursos para invertir en desarrollo humano como la mejor política de seguridad, antes que en el mantenimiento de costosos aparatos militares o bien la compra de armas. Los aproximadamente $378 millones que Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua en conjunto gastan anualmente en sus ejércitos bien podrían invertirse mejor en mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. El destinar mayores recursos a la educación, principalmente, es una de las mejores inversiones que Centroamérica puede hacer, sobre todo de cara a un mundo cada vez más competitivo. En buena teoría, si las fuerzas armadas se dedicaran solamente a proteger a un país ante amenazas externas o internas de carácter militar, al desaparecer estas amenazas, las fuerzas armadas podrían también desaparecer sin que esto afecte la seguridad del estado o de sus habitantes. Esto desde luego en el tanto que existan las instituciones civiles democráticas adecuadas, como son por ejemplo una policía civil bien capacitada y dotada de recursos, un ministerio de obras públicas eficiente, un cuerpo de guardaparques adecuado, y así sucesivamente. Si ahora los ejércitos quieren dedicarse a otras tareas, eso estaría bien, pero en el tanto que no lo hagan como fuerzas armadas sino transformándose en las instituciones civiles apropiadas. Esto sería un enfoque más sincero, regulando una situación que de hecho se está dando y de paso llenando los vacíos de personal y recursos de estas otras instituciones civiles. A la vez, esta estrategia resuelve el problema de la reinserción de los ex-militares en la sociedad. En conclusión, el nuevo panorama de la seguridad en Centroamércia presenta el reto de evaluar la situación de las fuerzas armadas de la región. La desmilitarización, sin duda, sería una buena estrategia de seguridad, no sólo por la liberación de recursos, sino además por el mensaje unívoco de paz que los países, y la región como tal, darían al resto del mundo. * Oficial de Programas de la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano. Diálogo Centroamericano es producido por el Centro para la Paz y la Reconciliación de la Fundación Arias para la Paz y e1 Progreso Humano con el apoyo de la Fundación Ford. Apartado 8-6410-1000, San José,
Costa Rica. |