Diálogo Centroamericano para la Paz y la Desmilitarización

Diálogo Centro-
americano

San José, Costa Rica
No. 34
Octubre 1998

Poder Civil y Fuerzas Armadas en Centroamérica: Los Retos del Siglo XXI

Roberto J. Cajina

Miembro de Diálogo Centroamericano-Capítulo Nicaragua


Una transición atrapada entre la mediocridad y el fracaso

El actual debate acerca de lo que nos depara el futuro en términos de seguridad, se desarrolla con mayor intensidad en el ambiente académico de los Estados Unidos, y está dominado por dos visiones polares. De un lado, la pesimista o realista, que pregona la inevitabilidad del conflicto y la guerra; y de otro, la optimista o idealista, que predica la inevitabilidad de la cooperación y la paz. Los argumentos de ésta se sustentan en los horrores de la guerra; los que aquélla, en la frecuencia de la guerra.

Reflexionar acerca del lugar en que se encontrará la sub-región centroamericana entre esos dos escenarios posibles del siglo XXI, y por tanto las misiones y roles de las fuerzas armadas, es -a mi juicio- una tarea de primer orden, que presupone, sin embargo, la necesidad de caracterizar, aunque sea de forma breve, la Centroamérica de la última década del siglo XX.

Al igual que la gran mayoría de las democracias de la tercera ola, las centroamericanas, con excepción de Costa Rica, presentan un cuadro paradójico. Las guerras civiles de la década de 1980 fueron resueltas luego de difíciles y complejos procesos de negociación política que, sin embargo, no lograron resolver las contradicciones que les dieron origen. En unos casos, las agudizaron, y en otros engendraron nuevos conflictos que mantienen en situación de riesgo permanente la frágil y relativa paz alcanzada.

Luego de los acuerdos de paz, el clásico paradigma de Clausewitz —la guerra no es un simple acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de la misma por otros medios— parece haber sido invertido por los bandos en pugna, haciendo de la política un acto de guerra, un verdadero instrumento de la guerra, una continuación de la actividad bélica, la realización de la misma por otros medios. En términos generales, la contienda política se rige por la lógica de la guerra absoluta o lucha hasta el final, para ponerlo —de nuevo— en los términos de Clausewitz

La estabilidad macroeconómica ha sido lograda a un costo social elevado, y es dramático el deterioro del Indice de Desarrollo Humano; la reinserción de los excombatientes a la vida civil y la actividad productiva prácticamente ha sido un fracaso; la delincuencia común, el crimen organizado y la narcoactividad están creciendo de forma peligrosa y en proporción inversa a la capacidad y recursos de la fuerza pública; la transición política acusa signos de parálisis; el modelo democrático evidencia incapacidad para rebasar los estrechos linderos de la democracia electoral; y la libertad de expresión, en especial la libertad de prensa, se encuentra sometida a innumerables presiones y chantajes.

En la mayoría de los países de Centroamérica persisten muchos de los rasgos dominantes del pasado autoritario. Sin embargo, de nuevo surge ante nosotros una nueva paradoja. Existe evidencia suficiente como para percibir, con un importante grado de certeza, que la historia, casquivana a ratos, nos está jugando otra de sus pasadas.

Sorprendente metamorfosis castrense

Frente a ese cuadro general de fracaso o de ejecución mediocre de los gobiernos civiles legítimamente electos, los ejércitos han emergido como factor de estabilidad, convertidos en una de las pocas instituciones que no sólo han demostrado mayor capacidad para adaptarse a las exigencias de las nuevas circunstancias, reducir el número de sus efectivos y aceptar cortes más o menos significativos en sus presupuestos, sino que además reconocer y admitir su condición de subordinados a la autoridad del poder civil legítimamente electo, modernizar su base jurídica, hacer ensayos de reformulación doctrinaria, impulsar procesos de despolitización y despartidización, e incluso abandonar el rol de actores políticos de primera línea que antes desempeñaron.

Al tiempo que envainan sus sables —ojalá que para siempre—, los militares se proclaman profesionales que respetan y defienden la Constitución, la ley, la institucionalidad y el orden. La típica retórica militar de la Doctrina de la Seguridad Nacional ha sido sustituida por un discurso sorprendentemente democrático, humanista y conciliador. Más aún, se comprometen a promover y respetar los derechos humanos; se declaran defensores y baluartes de la democracia, el progreso económico y la justicia social; e incluso impulsan, desde 1996 y con el apoyo de la UNESCO, un programa para el desarrollo de la Cultura de la Paz y No Violencia en Centroamérica.

No tiene caso discutir aquí si este asombroso cambio de los militares centroamericanos obedece a la lógica del cálculo de oportunidad, al instinto de conservación corporativo, o a un genuino compromiso con la democracia. Eso está todavía por verse. Pero sí es necesario subrayar que muchas de esas transformaciones han sido promovidas por los propios cuerpos castrenses, y no por los gobiernos civiles legítimamente electos.

Asimetría civil- militar y retos de los civiles

Esta inédita situación —que debería provocar un cauteloso regocijo— plantea, sin embargo, nuevos riesgos y mayores desafíos para el liderazgo político civil y la misma sociedad civil, que en general no han sido capaces de reaccionar con la misma celeridad y eficiencia que los militares, debido —a mi juicio— a la conjunción de dos factores adversos. Por una parte, en un ambiente de relaciones relativamente distendidas por la desaparición de las amenazas externas tradicionales, la seguridad y la defensa nacional no aparecen en la lista de prioridades de gobiernos y sociedades civiles de Centroamérica. La principal preocupación de los primeros parece ser la necesidad de preservar a toda costa la estabilidad macroeconómica y la disciplina fiscal; y la de las segundas, de forma general, buscar la forma de paliar los devastadores efectos sociales de las políticas de ajuste estructural.

Por otra parte, al igual que sucede con las llamadas democracias emergentes, las naciones centroamericanas acusan un agudo déficit de profesionales civiles competentes en asuntos estratégicos. "Muchos civiles electos en la década de los 90" —asegura Richard Downes, del Centro Norte-Sur de la Universidad de Miami— "no tienen más experiencia con los ejércitos que como opositores al Estado autoritario".

Otra de las formas en que los civiles tradicionalmente se han relacionado con los asuntos de seguridad y defensa nacional ha sido renunciando a sus responsabilidades y transfiriendo su liderazgo, en no pocos casos para lucrarse política y económicamente al amparo de los fusiles. Los militares, a cambio, se han reservado para sí mismos el monopolio sobre los asuntos de seguridad y defensa.

Como resultado, y no obstante la relativa modernización de las fuerzas armadas, éstas todavía conservan importantes grados de autonomía funcional, y continúan ejerciendo, aunque de forma más sutil, el viejo rol de "poder moderador". En la Centroamérica de los umbrales del siglo XXI, la paradigmática interrogante de Juvenal —¿Quién vigilará a los vigilantes?—, no tiene aún respuesta definitiva.

Resulta paradójico que mientras los militares centroamericanos hacen esfuerzos para modernizar, profesionalizar y fortalecer la institucionalidad los cuerpos castrenses, es relativamente poco lo que las autoridades civiles legítimamente electas hacen para modernizar, profesionalizar y fortalecer al Estado y sus instituciones, en particular las relacionadas con la seguridad y defensa nacional.

Más aún, después de cuatro décadas la integración centroamericana continúa siendo una aspiración postergada. Pero en cambio, en un inesperado, rápido y audaz movimiento, los establecimientos militares dieron vida y sellaron su propia integración, al constituir la Confederación de las Fuerzas Armadas Centroamericanas (CFAC), en noviembre de 1997.

Independientemente de sus motivaciones, es preciso reconocer los efectos positivos de la conducta de los militares. Sin embargo, la señalada asimetría civil-militar es, además de lamentable, peligrosa, ya que atenta contra la institucionalidad democrática, y pone en entredicho uno de sus principios fundamentales: la subordinación de los militares a la autoridad del poder civil legítimamente electo.

Es preciso, pues, que el liderazgo político y la sociedad civil de Centroamérica se decidan a poner fin a esa perniciosa asimetría, expresada en el viejo adagio que reza: La política para los políticos, y la guerra para los militares. Nunca está demás recordar a Clemenceau, quien con frecuencia y mucho tino repetía: "La guerra es un asunto muy serio para dejárselo a los militares".

Igualmente es necesario acabar —en abono a la democracia— con dos clásicos paradigmas del pensamiento militar. En primer lugar, que el ejército es una institución básica del Estado, pues éste no se define por la existencia de aquél, y la naturaleza de cualquier cuerpo castrense es de tipo instrumental. En el sentido weberiano, el ejército es un instrumento de la coerción institucional del Estado. Pero no más que eso, un instrumento, cuya importancia —por supuesto— no se puede negar. Tampoco es posible obviar que los militares centroamericanos están jugando un papel clave en la transición política. Pero esta realidad, consecuencia de las debilidades estructurales de la autoridad civil, de la sociedad civil y del sistema de partidos políticos, no los convierte en institución básica del Estado ni de la sociedad.

En segundo, que los militares consideren como parte de sus "deberes funcionales" el rol de "poder moderador", a fin de evitar que los desaciertos e interminables pendencias entre los bandos políticos atenten contra el orden constitucional y la institucionalidad democrática.

En sistemas democráticos débiles e imperfectos, como la mayoría de los centroamericanos, es indudable que la tentación de convertirse en los "ángeles guardianes" del proceso de construcción de la democracia todavía está latente en los ejércitos. El liderazgo político civil, por su parte, aún se continúa mostrando proclive a tolerarlo, por comodidad o por incompetencia, facultando —de hecho— a los militares a desempeñar funciones que no les corresponden porque sobrepasan los límites de su competencia profesional.

En busca de respuestas efectivas y nuevos compromisos

La solución a tales deformaciones debe pasar por la estricta y efectiva aplicación de lo que Samuel Huntington ha definido como "control civil objetivo". Éste implica, un alto nivel de profesionalismo de los militares y el reconocimiento de éstos de los límites de su competencia profesional; la subordinación efectiva de los militares a las autoridades políticas civiles legítimamente electas, a las que corresponde tomar las decisiones relativas a la política exterior y militar; el reconocimiento y aceptación de las autoridades civiles de la existencia de un área de autonomía y competencia profesional del ejército; y finalmente, aunque no menos importante, la minimización de la injerencia de los ejércitos en la política, y de la política en lo militar.

Paralelamente a lo anterior, es necesario considerar con responsabilidad y detenimiento las implicaciones que para la seguridad tienen los procesos de integración regional y sub-regional, que no obstante sus limitaciones están abriendo las puertas a nuevas y mayores oportunidades, pero también a nuevos riesgos y amenazas. El crecimiento del intercambio comercial y el incremento del tránsito de pasajeros crean condiciones propicias para el desarrollo de la actividad delictiva transnacional, en particular el tráfico de armas, drogas y migrantes ilegales, amenazas tipificadas como no tradicionales, que atentan contra la seguridad nacional y pública.

Esta situación demanda mayores niveles de coordinación y cooperación interestatal en materia de seguridad e inteligencia. Pero, ¿cómo puede esto lograrse si a lo interno la casa no está en orden? En tales condiciones, dos son las ocurrencias probables. De un lado, el debilitamiento u obstrucción del proceso de integración; de otro, la apertura de espacios para que ejércitos y fuerzas de policía desarrollen programas de cooperación con un relativo grado de autonomía, desarticulados y sin coherencia con los planes elaborados por las autoridades civiles.

En consecuencia, el liderazgo civil del Estado democrático en la Centroamérica del siglo XXI deberá enfrentar uno de los retos aún no completamente encarados en la última década del presente siglo, como es, asegurar la subordinación efectiva de los militares a la autoridad civil.

En el orden práctico, esto implica un Estado capaz de precisar con realismo y claridad los objetivos nacionales; identificar las amenazas (que en esencia son inhibidores potenciales de la paz, la prosperidad, la estabilidad y la democracia), diferenciando las internas de las externas, las militares de las no militares, y las tradicionales de las no tradicionales; diseñar una estrategia de seguridad y defensa nacional en correspondencia con los objetivos nacionales y las amenazas definidas; formular las políticas de seguridad y defensa nacional en función de dicha estrategia, y animadas por los principios de cooperación, transparencia y confianza en los planos regional y sub-regional; dotar a las fuerzas armadas de una doctrina de seguridad y defensa nacional acorde con los objetivos y la estrategia nacionales, sustentada en la defensa y preservación de la democracia, el respeto y protección de los derechos humanos, y el fomento del desarrollo socioeconómico nacional; definir con claridad la misión y roles de los establecimientos militares; supervisar, controlar y evaluar la ejecución de las políticas de seguridad y defensa nacional, y hacer lo propio con el presupuesto militar; diferenciar las responsabilidades políticas de los funcionarios civiles y la competencia o pericia técnica del ejército profesional; diseñar y ejecutar planes de profesionalización de civiles en asuntos estratégicos, así como en el liderazgo y manejo de las instituciones de la defensa nacional; e instituir y promover un diálogo civil-militar permanente y franco que estimule la comunicación y el intercambio fructífero entre la comunidad civil y la militar, una de las condiciones esenciales de la efectividad de las políticas de seguridad y defensa.

El fin de la guerra fría y el ocaso de la Doctrina de Seguridad Nacional, sumieron a los ejércitos, casi sin excepción, en una profunda crisis de identidad, de doctrina y de misión. Claro que no es fácil comprender y aceptar el tránsito del viejo modelo autoritario al nuevo modelo democrático, la obsolescencia de su tradicional paradigma doctrinario, y la preeminencia del nuevo paradigma de la seguridad democrática. Más complicado puede resultar aún reconocer la desaparición —casi como por encanto— de las viejas amenazas externas y los viejos enemigos internos.

A mi juicio, es en las raíces de esta crisis y en la incertidumbre por ella provocada que deben buscarse, por una parte, las claves para comprender el porqué de la frenética búsqueda de nuevas misiones y nuevos roles, frente a nuevas amenazas, algunas de ellas, incluso, artificiosamente fabricadas; y por otra, las posibles soluciones, que pasan necesariamente por una obligada transformación de la tradicional cultura política centroamericana.

Es preciso tener en cuenta que la búsqueda delirante de nuevas amenazas y nuevos enemigos, que justifiquen la existencia de las fuerzas armadas, se ha convertido en una trampa en la que han caído, no sólo los militares sino también expertos civiles en asuntos estratégicos. Caspar Weinberger se empeña en revivir las visiones apocalípticas de una tercera guerra mundial que no dejaría veteranos; y Brzezinski proclama con terquedad que la geopolítica no ha muerto, como creen los pacifistas. Pero quizás el más patético de todos sea el caso de Samuel Huntington, quien profetiza que las guerras del siglo XXI ya no serán —como en el pasado— entre naciones, o entre bloques de naciones amalgamadas por intereses geoestratégicos comunes, sino entre civilizaciones. El ominoso clash of civilizations.

Desaparecido el enemigo y disipadas las amenazas tradicionales, ¿qué hacer, contra quién luchar, y cómo hacerlo? ¿Quién es ahora "el enemigo"? ¿Son las amenazas no tradicionales competencia de las fuerzas armadas? ¿Deben los ejércitos involucrarse en la lucha contra el narcotráfico, la delincuencia común y el crimen organizado? ¿Es pertinente que dediquen ahora sus esfuerzos al desarrollo de programas de acción cívica y de protección del ambiente, los recursos naturales, e incluso del patrimonio histórico y cultural? ¿No resulta un tanto paradójico que los ejércitos de Centroamérica se preparen para participar, y participen, en operaciones de mantenimiento de la paz (OMP), si la paz en sus propios países es a duras penas precaria?.

Aún en las democracias maduras o desarrolladas, las respuestas a estas y otras interrogantes todavía se encuentran en proceso de elaboración, y las que se han dado son provisionales, y nosotros debemos someterlas —a la luz del costo de oportunidad— a un riguroso escrutinio y valoración, porque no han nacido de nuestras propias necesidades y recursos, ni de nuestras propias percepciones de amenaza, algunas de las cuales son diferentes en forma y contenido a las de las democracias industriales o desarrolladas.

En el abordaje de los vacíos institucionales hay principios que no pueden ser evitados en esta necesaria búsqueda de respuestas. En primer lugar, la íntima e indisoluble relación que existe entre seguridad, democracia y desarrollo; en segundo, la subordinación de los militares a la autoridad del poder civil legítimamente electo; y en tercero, que en un Estado democrático, la formulación de la doctrina de seguridad y defensa nacional; la formulación, dirección, supervisión y evaluación de la política de seguridad y defensa nacional; y la definición de la misión y roles del ejército es responsabilidad directa e indelegable de la autoridad civil, al igual que la asignación de recursos y la supervisión del uso de los mismos.

Asumir esas responsabilidades y resolver esas incógnitas presupone voluntad política, competencia, determinación, visión estratégica y sentido de nación, tanto de las autoridades civiles legítimamente electas, como de la sociedad civil, el liderazgo político y la misma empresa privada. De la decisión que se tome, de lo que se haga, y de lo que se logre, dependerá —en buena medida— el éxito o el fracaso del experimento democrático en la Centroamérica del fin de siglo.


Diálogo Centroamericano es producido por el Centro para la Paz y la Reconciliación de la Fundación Arias para la Paz y e1 Progreso Humano con el apoyo de la Fundación Ford.

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