Todos
los extranjeros que nos preocupamos por Colombia queremos expresar
nuestras condolencias a las familias de las víctimas
de la reciente ola de ataques guerrilleros que ha consumido
lugares como Iscuandé, Puerto Asís, Vistahermosa
y Mutatá. Los muertos de ambos lados son muchachos quienes
escogían la vía de las armas porque no estaban
presentándose otras oportunidades.
Son
las últimas de las miles de vidas perdidas por este conflicto.
Y sí es un conflicto. Claro que es una guerra inútil,
costosa y sin gloria, en las palabras del general retirado
Alfonso Mejía Valenzuela. Pero negar su calidad de conflicto
armado, insistiendo como repetidamente hace el presidente
Uribe que no existe nada más que una molestia terrorista,
es revelar un distanciamiento preocupante de la realidad vivida.
Y
la realidad se ha vuelto a sentir con fuerza en las últimas
dos semanas, con la peor escalada de violencia guerrillera en
el gobierno de Uribe.
Tanto
aquí en Washington como en Colombia, muchos están
preguntando: ¿Ya ha terminado la supuesta retirada táctica
de la guerrilla? Quién sabe. Tal vez no lo sabe el mismo
Secretariado. Pero dos características de los últimos
ataques indican que lo que está pasando ahora sí
es algo distinto. Primero, la guerrilla escogió atacar
objetivos militares en vez de civiles (con la excepción
de los retenes en la carretera Pasto-Tumaco del 7 de febrero).
Segundo, se nota que los enfrentamientos ocurrieron por fuera
de la zona del Plan Patriota (con excepción de lo de
Vistahermosa del 2 de febrero).
El
hecho de que las Farc estén haciendo su daño en
otros rincones del país debe recordarnos la reciente
experiencia de los Estados Unidos en Iraq. Específicamente,
hay importantes paralelos entre el Plan Patriota y el ataque
a la ciudad de Faluya en noviembre del año pasado.
Faluya,
una ciudad de 250.000 personas en el ya famoso triángulo
Sunni, para noviembre de 2004 se había convertido
en una fortaleza de la insurgencia antiocupación. Poco
después de las elecciones presidenciales de noviembre,
Estados Unidos movilizó miles de tropas, sitiando y después
invadiendo la ciudad. La vasta mayoría de la población
huyó antes del inicio de las hostilidades. Al parecer,
también salieron la mayoría de los insurgentes,
dejando en la ciudad una retaguardia de francotiradores y equipos
de emboscada.
Claro
que la operación militar fue exitosa; las fuerzas estadounidenses
se apoderaron de la ciudad en una semana. Pero al mismo tiempo
se notó un triunfalismo exagerado. El jefe de los marines
en Faluya, el general John Sattler, dijo que el ataque le
rompió la espalda a la insurgencia, y le hemos quitado
este santuario. Yo personalmente creo que, en todo el país,
esto les va a dificultar mucho su capacidad de operar.
En
pocos días, el triunfalismo se calló. La insurgencia
lanzó grandes ataques en otras partes de Iraq, como en
la previamente tranquila ciudad de Mosul, mientras otras ciudades,
como Ramadi, Samarra y el mismo Bagdad, empeoraron. Enero resultó
ser el mes más violento del conflicto. Mientras las recientes
elecciones fueron un paso positivo que todos aplaudimos, los
niveles de participación resultaron ser bajísimos
en el triángulo sunni.
Cuatro
meses después, Faluya es una ciudad destruida. Los esfuerzos
de reconstrucción siguen incipientes y andan despacio.
La población, volviendo poco a poco, está enojada
y desmoralizada. El New York Times informó en enero:
Hasta los que todavía tienen casas intactas, se
están preguntando si sus familias pueden reasumir una
vida decente en un lugar sin luz, agua, escuelas o negocios;
en una ciudad llena de ruinas con un toque de queda estricto,
ocupado por marines y tropas iraquíes que todavía
sostienen tiroteos diarios con la guerrilla.
Volvamos
a Colombia. Hace más de un año, 17.000 miembros
de las Fuerzas Armadas colombianas empezaron una ambiciosa ofensiva
para conquistar una fortaleza tradicional de las Farc. Al parecer,
muchos de las habitantes de lugares como Peñas Coloradas
o Miraflores huyeron ante la llegada de los soldados y las avionetas
de fumigación. Y también se fue la vasta mayoría
de los integrantes de las Farc, dejando atrás campamentos
vacíos, cocales desprotegidos y un reducto de francotiradores,
equipos de emboscada y sembradores de minas.
También
se ha escuchado triunfalismo en el caso del Plan Patriota. Las
Farc han intentado pasar a una ofensiva, pero no han podido.
Militarmente están en una evidente retirada, mientras
que en el ámbito político y social están
débiles y sin apoyo, dijo en diciembre el general
Reinaldo Castellanos, jefe del Ejército colombiano. Con
palabras parecidas a las del general Sattler, el encargado de
América Latina del Departamento de Estado de Bush padre,
Bernard Aronson, le dijo a un periodista en diciembre que Uribe
les ha roto la espalda a los insurgentes, su estrategia está
funcionando.
En
este caso, también el triunfalismo es prematuro. Las
Farc, como acabamos de ver, siguen con una fuerte capacidad
de operar en todo el territorio del país. Mientras tanto,
pocos de los habitantes de la zona del Plan Patriota han visto
sus vidas mejoradas por la ofensiva: aunque no han visto la
llegada de doctores, maestros, jueces o constructores de infraestructura,
sí han visto detenciones masivas y fumigaciones. (Esto
a pesar de que el documento de Seguridad Democrática
del Ministerio de Defensa discute la necesidad de introducir,
de manera coordinada, la parte civil del Estado en regiones
militarmente recuperadas).
El
Iraq pos-Faluya y los ataques guerrilleros de este mes nos recuerdan
algo que ya debe ser obvio: las ofensivas militares aunque
muy caras y ambiciosas no bastan. Recuperar el territorio
no es simplemente introducir una presencia militar: es fortalecer
la legitimidad del Estado introduciendo en la zona los servidores
públicos que no llevan uniformes. Y olvidarse de la ficción
de que no hay conflicto en Colombia.
*
Director de programas del Centro de Política Internacional
de Washington.